La librería de tu barrio

Quiero decir primero que siento una gran alegría ante esta edición de Madame Bovary, con su mujer sin cabeza en la tapa, y sus críticas destructoras, que fueron las de la época en que el libro se publicó, en la contratapa. No se suelen vender libros con críticas adversas en la contratapa, solo un clásico que en su momento fue un succès de scandale como la Bovary puede permitirse este tipo de paradojas. Estoy contenta de estar acá, además, porque fui testigo del proceso de traducción de este libro, de su alumbramiento, si la metáfora cabe. Recuerdo muchos episodios y comentarios, a lo largo de estos años en que Jorge estuvo traduciendo la novela. Como hay amigos de él acá, y porque Jorge es muy amigo de sus amigos (y también lo contrario), pienso que mis recuerdos pueden quizá funcionar como testimonio colectivo. Voy a ponerme entonces un poco perequiana, aunque no creo que eso le moleste a nadie en esta mesa. Recuerdo haber escuchado a Jorge, en numerosas ocasiones y en todo tipo de lugares, iniciar conversaciones con la frase: Este desgraciado de Flaubert, ahora resulta que. También recuerdo análisis muy precisos sobre ciertos detalles en Madame Bovary eso que Sainte-Beuve llamaba amargamente las curiosidades y minucias de descripción continua que obsesionaban a Flaubert. Discurrimos por ejemplo largamente sobre las diferencias entre un revers à châle, un corsage y una chemisette plissée; también nos preguntamos por cierta mousse, que aparece en la escena del baile en el castillo de la Vaubyessard, más precisamente sobre la mesa, al lado de las patas rojas de las langostas que desbordaban de las fuentes y de las codornices que tenían sus plumas. Sobre esa mousse, escribe Flaubert, se amontonaban grandes frutos, y Jorge se preguntaba justamente si eso era crema o musgo o espuma, o incluso como me puso en un mail, ya entregado, creo, a cierta paranoia que debe ser frecuente en los traductores de Flaubert si no se trataría acaso de alguna mención cultural oscura. Recuerdo también una vuelta en que Jorge se sacó del bolsillo del saco una pinza de madera para colgar la ropa, que es con lo que mantenía abiertas las diversas ediciones en francés del texto mientras traducía, según una técnica que creo debería patentar y que involucraba infinitas otras pinzas, por lo que su mesa de trabajo parecía una obra de arte conceptual o uno de esos puestos, como a veces los hay en Brasil, donde se vende literatura de cordel, lo que estaba muy bien porque devolvía Madame Bovary a su inicial naturaleza de folletín. Recuerdo por último una tarde en que dijo: Hoy, por fin, se murió Emma. Lo dijo con el contento de estar cerca del final del trabajo (También dijo: Este desgraciado de Flaubert, que para marcar la muerte de Emma, simplemente escribe: Ya no existía). A mí, igual, lo que me golpeó en su comentario fue el hoy: Hoy se murió Emma. Pensé: la inmersión es completa; le pasa como a Flaubert que, según confiesa en una carta, cuando escribía el envenenamiento de su heroína sentía el gusto del arsénico en la boca: Me había envenenado tan bien, dice, que tuve dos indigestiones una tras otra, dos indigestiones muy reales, que me hicieron vomitar toda la cena. (La carta está reproducida en la edición). Fue sorprendente ver hasta qué punto la traducción asumía, en ese momento, la puesta en relación de la novela con el presente contenido en ese hoy. Y esto se confirmó en las notas: en las 516 notas, algunas de casi dos páginas, que elaboró Fondebrider. Esas notas añaden al texto de la novela, cerrado en 1857, la infinita cantidad de voces que vinieron después, que se levantaron para condenar, recortar, ensalzar, comentar, traducir Madame Bovary. Las notas y la introducción convocan esas voces, literalmente, entre comillas, traduciéndolas a menudo por primera vez al español. Son las voces contenidas en las malas reseñas de los diarios, en los párrafos blandidos por el procurador Pinard en el juicio por ultraje a la moral pública, en los fragmentos censurados por Maxime Du Camp o su secretario de redacción, en La Revue de Paris. Son, también, los textos de médicos y cirujanos contemporáneos de Flaubert, que este utilizó para armar el discurso médico de Charles, de Homais, de los doctores Larivière o Canivet; son los clichés románticos e italianizantes de almanaques, cerámicas y ediciones baratas que alimentaron la imaginación de Emma; es la voz del propio Flaubert en la correspondencia que, como se sabe, fue pensada como registro de escritura de la novela. Muchos de estos textos que aparecen en las notas (lo repito porque tiene que ver con la necesidad de seguir traduciendo clásicos) son volcados por primera vez al español. La importancia de las nuevas traducciones no es solo la nueva versión, sino la posibilidad de actualizar el tiempo posterior a la aparición de la obra, en la obra misma: 1857 y después. Qué discursos, qué textos, qué producciones surgen de Madame Bovary y se proyectan hacia delante, no ya solo en la cultura de origen del texto, sino también en la cultura que lo recibe. Como todo texto clásico, Madame Bovary se desgaja en efecto en una serie de escenas que han suscitado infinitas glosas. Las notas se nutren de los comentarios más pertinentes de la tradición crítica: la experiencia de traductores anteriores, los trabajos de los popes actuales de la flaubertie (Neefs, De Biasi, Gothot-Mersch, Herschberg-Pierrot, Leclerc), las reflexiones de los escritores que se interesaron en la novela, en sus mecanismos narrativos y modos de funcionamiento (Nabokov y Vargas Llosa en primer lugar, pero también otros menos conocidos). De esta manera las notas llevan hacia atrás y hacia delante en el tiempo. Por lo demás, la forma atípica, en términos académicos, en que Jorge estructura las notas, poniendo fechas de nacimiento y muerte de los comentaristas, marcando que tal es profesor emérito en la universidad de Toronto, que tal otro fue compañero de colegio de Flaubert, o que él mismo como traductor prefiere, a las acepciones ibéricas señoritinga, modistilla y mujerzuela, la palabra griseta porque es familiar para los argentinos por su larga prosapia en el tango todos estos desvíos refuerzan la carnadura detrás de cada mención de un comentarista. Y cuando el lector, después de pongamos unas cien páginas, empieza a tomar conciencia de esos infinitos seres que algo dijeron sobre Madame Bovary, siente, por decirlo con una frase de Borges, una invisible, intangible pululación. El efecto estético es raro frente a todas esas voces que reviven, casi coralmente, en los márgenes de la página. En este sentido, hay que notar que la tapa acompaña bien el proyecto propuesto por la edición. Tradicionalmente, las tapas de Madame Bovary buscan fijar un rostro, sea mediante algún retrato realista del siglo XIX de mujer un poco linfática, o el rostro tomado del fotograma de alguna adaptación cinematográfica (Isabelle Hupert, en las ediciones de bolsillo en Francia, o Mecha Ortiz en ciertas ediciones argentinas ya que también nosotros tenemos nuestra adaptación de Madame Bovary, filmada durante el primer peronismo). Acá sin embargo, no hay rostro, ni siquiera hay cabeza; lo que hay por detrás son palabras manuscritas que hacen las veces de masa encefálica. Si es cierto que una tapa tiene el difícil deber de representar en una sola imagen todo un libro (Roberto Calasso habla de ekfrasis al revés), esta tapa, me parece, condensa con mucha eficacia el proyecto de traducción y de anotación que propone Jorge. Me animaría incluso a decir y con esto termino que quien compra esta edición de Madame Bovary está, en realidad, comprando dos libros. Uno es la novela de Flaubert; otro es el cuaderno, la bitácora que registra, de manera parcial pero significativa, la vida de la obra, su posteridad o sobrevida. Aunque también esto, el desgraciado de Flaubert lo había previsto: Escribo le dice en una carta a George Sand no para el lector de hoy, sino para todos los lectores que podrán presentarse luego, mientras dure la lengua.

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