El 25 de mayo de 2003, al asumir la presidencia de la nación, Néstor Kirchner apareció en el escenario político nacional como un "presidente inesperado" a quien tocaba conducir una Argentina destruida por sucesivas desgracias: genocidio, frustración, traición, entrega e ineptitud. Venía de haber sido intendente en Río Gallegos y de nueve años como gobernador de la provincia de Santa Cruz. Pero venía también de una militancia juvenil enarbolando las banderas de un mundo mejor. Muchos no percibieron entonces que ardía en él el fuego del compromiso, un espíritu de lucha indeclinable, la decisión de remontar las olas procelosas para llegar a puerto, importándole poco las formalidades de los exquisitos de las instituciones, que le reclamaron inmediatamente por no hacer reuniones de gabinete, andar por la Casa Rosada con el saco desabrochado o juguetear con el bastón de mando en el momento mismo de asumir como presidente. Ahora que ha muerto se hace luz para todos el altísimo grado de compromiso que marcaba su conducta, enmarcada en la senda de quienes pensaron y aportaron a la construcción de una patria justa, libre y soberana.