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En el último tiempo el tema de la virtud y las virtudes ha adquirido una merecida importancia en el debate académico, debido a ciertos síntomas de descomposición de algunas de las estructuras tradicionales que se dan por supuestas para el correcto funcionamiento de la democracia liberal. Muchas de las sociedades que se gobiernan de esta manera, que valoran ante todo la libertad y la igualdad de todos, están presenciando cómo sus ciudadanos parecen cada vez más renuentes y más ineptos en cumplir con ciertos actos necesarios para la buena salud de una sociedad liberal: hay una creciente despreocupación de la política, un decreciente nivel de asociación, una preocupante dificultad de crear y conservar familias monógamas y una manifiesta incapacidad de éstas para entregar valores a sus hijos, entre otras falencias. Ante este panorama, que viene siendo diagnosticado desde hace décadas, han surgido poderosos argumentos conservadores tendientes a replantear y revalorizar el tema de las virtudes, de los hábitos de la vida práctica que hacen posible cierta forma de vida considerada como buena. El reposicionamiento de la virtud en el debate público y académico ( El libro de las virtudes de William Bennett, ex ministro de Reagan, fue uno de los libros más vendidos de 1994) fue una mala noticia para los liberales, porque ése es un terreno particularmente fuerte en el discurso conservador, mientras que el liberalismo se siente bastante incómodo en él. La difícil relación entre liberalismo y virtud, se debe en buena parte a que el liberalismo, por definición, subordina la vida buena a la sociedad justa que asegure la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Ya sea porque las controversias filosóficas y religiosas respecto de la vida buena, no se pueden resolver teóricamente, ya sea porque la intervención del Estado para resolverlas ha traído siempre consecuencias indeseables y a veces nefastas, el liberalismo se ha alejado progresivamente de la discusión sobre la vida buena y sobre la virtud. Este es un lamentable error según Peter Berkowitz, y ayudar a enmendarlo es el principal objetivo de su libro El liberalismo y la virtud. El autor es muy claro, el liberalismo necesita de la virtud, y necesita de las fuentes extraliberales de esta: familia, religión y asociación cívica. Más que por una necesidad de flexibilizar el liberalismo, (a causa de la situación actual y de las críticas conservadoras y comunitaristas), el autor sostiene que es de justicia reconocer que el liberalismo y un estado liberal no se bastan a sí mismos para generar las virtudes necesarias para su propia preservación. En primer lugar, porque los liberales suelen llevar su confianza en los procedimientos y su argumentación al extremo (con el resultado de omisión de la virtud, como ya vimos); en segundo lugar, porque los pensadores más importantes de la tradición liberal estaban absolutamente conscientes de la importancia de la virtud para la existencia de un orden político liberal. Es precisamente esto lo que se busca probar a lo largo del libro, apelando a una minuciosa revisión de la presencia del concepto de virtud en las obras de Thomas Hobbes, John Locke, Immanuel Kant y John Stuart Mill. Uno de los puntos fuertes del texto es la clarificación respecto de lo que se entenderá por virtud, en la que se remite ni más ni menos que a Aristóteles, pues este autor hizo explícito que la virtud como ciudadano y la virtud como hombre no coinciden, porque regímenes hay muchos mientras que la perfección humana es una sola. La virtud que a Berkowitz le importa, y a los pensadores estudiados por él, es aquel hábito que permite la persistencia de cierta forma de régimen político, y no la que tiene que ver con la excelencia moral ni con la eudaimonía. A lo largo del texto, el autor logra escudriñar en los márgenes de las ideas clásicas de los pensadores estudiados, sus respectivas concepciones de lo que es la virtud, incluso cuando no la llaman por ese nombre. Es un mérito de este libro, el que el autor efectivamente logre rastrear la existencia de ciertas cualidades extraliberales necesarias para el funcionamiento de una sociedad liberal (o de fundamento parcialmente liberal como en Hobbes), en cada uno de los autores estudiados, dando un sentido más completo a las ideas consideradas tradicionalmente más relevantes para la tradición liberal. Es así como el autor demuestra, por ejemplo, que el Estado absoluto propuesto por Hobbes no es posible sin la existencia de ciertas virtudes "de alcance menor" que hacen posible la obediencia y la convivencia pacífica, que es lo que a Hobbes le importa. Respecto de Locke, el autor afirma que el gobierno civil requiere ciudadanos instruidos en la virtud desde el ámbito privado, la familia y el trabajo, que debe ser muy vigoroso en términos éticos y materiales. La educación moral, sobre todo en familia, requiere familias estables y prósperas para dar los frutos deseados. Kant, por su parte, distingue la virtud genuina, moralizada y ajena de la prudencia, de otras virtudes como el juicio prudente y la circunspección, las que harían posible una convivencia racional incluso entre "demonios inteligentes", desprovistos de virtud genuina. Finalmente, en Mill, dice el autor, se encuentra un liberalismo que pone el énfasis en el carácter que permite al individuo llegar a ser un ser excepcional. Esto quiere decir que Mill está permanentemente preocupado de las virtudes que ayudan el desarrollo personal y también las que sostiene la democracia liberal (o gobierno representativo) que permite y alienta dicho desarrollo. El autor logra su objetivo. Demuestra que la virtud no ha sido ajena a las preocupaciones de los fundadores del liberalismo, y lo hace con gran claridad, minuciosidad y respeto por los textos. Ahora, enfrentado a la coyuntura actual (narcisismo, disolución familiar, falta de compromiso cívico), el autor no profundiza mucho respecto de las soluciones posibles para inocular virtudes liberales a las sociedades democráticas, probablemente porque muchas de ellas pasan por alguna forma de intervención del estado. El profesor Berkowitz justifica su investigación diciendo que un espíritu liberal tiene el deber de enfrentar todos los temas, por incómodos que sean, y detectar y enfrentar aquellas ideas que se dogmaticen con los años. La relación tensa entre liberalismo y virtud cabría dentro de este aserto. Sin embargo, un espíritu liberal también debe estar abierto a las cosas nuevas que el devenir social pueda ofrecer, incluso si implican una mutación de lo que entendemos por libertad e igualdad, el núcleo mismo del pensamiento liberal. Más que pensar en cómo inoculamos virtudes tradicionalmente liberales a una democracia liberal tradicionalmente entendida, encuentro preferi le acomodar y redefinir las virtudes a las nuevas realidades que aparecen y de las que no hay que necesariamente sospechar. Creo que el profesor Berkowitz piensa en el sentido contrario, por lo que más que asemejarse a un liberal lo acerca peligrosamente a ser un conservador del liberalismo. Juan Pablo Vilchez

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