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Uno vive a base de fragmentos. La vida solo es una pieza única por la continuidad de la respiración. Por lo demás, tanto los momentos como los espacios son una solución sin continuidad. No es posible conocer de otra manera, y mucho menos lo propio. De ahí que el género más fiel a la vida sea el dietario, donde todo cabe y cuyo orden únicamente rige la fecha de entrada. La vida sucede a vuela pluma. Todo lo demás es relato, desde el psicoanálisis a ese género que ahora se llama autoficción y que siempre ha sido una suerte de biografía truncada y con la connivencia de las trampas de una novela. Es decir, un género onanista. Así es como comienza esta novela, Simone, como un dietario sin días, sin asunto, hecho a base de los fragmentos de un país fragmentado, del que Eduardo Lalo (Cuba, 1960) ya nos había hablado en Los países invisibles. Lo honesto, antes de seguir, es comentar que este dietario se transformará en una hermosa historia de amor. Pero antes, Eduardo Lalo se nos muestra como un excelente gestor de detalles, de movimientos, de pequeños datos, de señas. Esa capacidad de observación solo la poseen los sensibles, o los que saben impostar sensibilidad hasta el punto de que el personaje sensible termina por comerse al intelectual. La sensibilidad será lo que nos diferencia y también lo que nos una, aunque se muestre en un principio con cierto solipsismo: los pedazos, los fragmentos le han servido, como reconoce, para poblar las horas. Y así es como la intriga de unos mensajes anónimos que comienza a recibir, escritos por una suerte de dios omnipresente en su vida, le darán la continuidad precisa para dejar de sentirla como ecos de lo cotidiano y poco más. En principio, el protagonista llega a pensar que está inventándose que alguien le sigue. Pero los datos son cada vez más reveladores. Las evidencias no se pueden negar, por mucho que uno lo quiera para proteger su miseria. Pero ese personaje que le persigue le ayuda a desvincularse de lo que él consideraba la realidad. La realidad es poliédrica. Ahora se da cuenta, por ejemplo, de que escribir ha sido una preciosa inutilidad, porque lo que escribimos no modifica el mundo. La intriga, sin embargo, sí contribuye al cambio. Y los anónimos dejarán de ser tales para comenzar a aparecer firmados por Simone Weill. Simone, no sabe por qué, siempre acierta con su comentario. Siempre sabe qué le atribula o qué le conviene. De tal forma que esas notas pasan a ser la forma de comunicación más sincera que conoce. Hasta que se desvela la intriga para dar lugar a una segunda parte mucho más pasional. Simone Weill es hija de unos inmigrantes chinos. Su presencia se suma a las extrañezas del Caribe. Asiática, erudita y lesbiana en una isla tan carnal, y enamorada del protagonista, con quien comienza una relación en la que el exceso de celo y de cuidados define los límites. El protagonista pisa flojo, porque desconoce el terreno, porque no sabe cuáles deben ser las reglas a seguir para que el amor perdure. Y su deseo es que perdure. A través de ella, conocerá el atrevimiento del arte de intervención en la calle o la vida de las familias inmigrantes. Acariciará su piel y llegará al punto de ebullición del deseo. Pero la culminación de la carnalidad se va retrasando y poco a poco se convierte en una obsesión del protagonista. Y de nuevo el amor vuelve a ser una lucha entre la realidad y el deseo, y por tanto poesía. El platonismo es una caldera trabajando a todo vapor. Pero también la caldera genital es algo que no podemos negar y el intento de equilibrio se convertirá en el tema de la novela, cuyo desenlace pertenece al terreno de la nostalgia, pero no al del pasado. No desvelamos más. Nos limitaremos a invitarles a leer para conocer el talento de un autor capaz de manejar esta situación, estos personajes, este escenario.

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